Miguel Zúñiga

¿Qué día es hoy?

Miguel Zúñiga
29 – enero – 2023

En un día como éste, algo más tarde o más temprano,
todo vuelve a empezar, todo empieza, todo continúa.

Georges Perec
Un hombre que duerme

Hoy la ciudad es diferente. Tengo la impresión de que hoy es el mejor día para observar que la ciudad es aquello que se ha construido a lo largo de la historia, pero también, lo que sucede diariamente: esa cotidianidad e intercambio propiciados por la vida humana. Por lo tanto, me enfocaré en observar, no lo que la ciudad ha construido con el tiempo –lo que entendemos comúnmente como arquitectura– sino lo que se construye y transforma durante el día a través del habitar.

Desde que era niño los días como hoy fueron especiales. No era necesario ver el reloj para saber la hora –y tampoco importaba mucho–. En realidad, la hora la marcaban las campanadas de los cinco templos a menos de un kilómetro de mi casa. Cerca, desde muy temprano se instalaba un tianguis. Actualmente el mercadillo de La línea de fuego –que debe su nombre a una importante batalla revolucionaria en mi ciudad– sigue instalándose en el mismo lugar. Los vendedores cierran la circulación vehicular e instalan los puestos directamente sobre la calle y los camellones. Mucha gente visita el mercadillo para pasarse el día entero ahí, con la esperanza de encontrar algo bueno, bonito y barato. Para las siete de la noche ya no hay nada, sólo restos y basura que se lleva el viento o que, al día siguiente, recogen los vecinos.

Recuerdo los días como hoy siempre lentos y muy tranquilos. Era común salir de la ciudad para pasar el día en una casa de campo, con mis abuelos, con mis papás, mis hermanos, tíos y primos, donde hacíamos todo excepto estar en la casa. Días como hoy siempre han sido los mejores para escapar momentáneamente de la ciudad, de sus ruidos, sus olores, sus prisas y sus responsabilidades. También, para olvidar que durante la semana la vida pasa con prisa, sin tregua ni pausas. Siempre regresábamos antes de la puesta del sol, para oír la última misa del día.

Cuando nos quedábamos en casa, era un día de extrema tranquilidad. Las mañanas nunca tuvieron una actividad específica, era como si no existieran, sumergidas en un ambiente diáfano. Por las tardes, era común escuchar a mi papá tocar la guitarra, cantar y poner música en la computadora. O, durante la temporada de toros, acompañarlo a ver la transmisión de las corridas eternas, desde La Monumental Plaza de Toros México, esperando que la ganadería de la tarde no se pusiera muy espléndida regalando más toros, para poder ver otra cosa en la televisión.

También era frecuente visitar a mis abuelos por la tarde. Sólo en días como hoy mi abuelo nos daba a todos los nietos que lo visitáramos una moneda o un billete como semanada, el homónimo del día. Al principio, cuando era muy chico, era una moneda de cinco pesos. Conforme fui creciendo, fue aumentando la cantidad respecto al año escolar que cursaba.

En mi ciudad, los paseos a pie no son muy comunes. Quien lo hace, generalmente no lo hace desde su casa sino que se desplaza en automóvil hasta los lugares del paseo, por ejemplo, los centros comerciales o el centro histórico. Para Josep Pla, los días como hoy son “un buen día para perderse por las calles desiertas y por las plazas muertas. Se encuentra sólo un cúmulo de gente en la puerta de las iglesias o en la puerta de las tabernas. También se puede encontrar algún músico ambulante, soplando, con una armónica minúscula y destartalada, la música de un himno místico”.1 Y es que, tal parece que los días como hoy tienen el mismo espíritu en todas las ciudades, en todas las latitudes.

Hoy, en Barcelona, la ciudad también es distinta a los demás días. Aunque el sol salió a la misma hora que ayer, el día comenzó más tarde. El ruido de las motos, coches y claxons que por lo general me despierta, hoy suena con mucha menor intensidad. Me levanto sin preocuparme de la hora. Me asomo por la ventana del cuarto. Todo parece tranquilo. En la panadería de enfrente hay fila para comprar pan. La gente salió, sin preocupación, en sus peores fachas. Comprarán pan y regresarán a casa, probablemente a desayunar con su pareja, a leer el periódico o a ver una película que no requiera mucha atención.

Salgo a pasear por la ciudad. Me parece que no hay mejor día para hacerlo. La gente camina tranquila, sin prisas, disfrutando de la lentitud en la que está envuelta la ciudad. También, creo que es el mejor día para habitar la ciudad y sus espacios. Pongo una pausa en el paseo –aunque las pausas también son parte del mismo– para sentarme en la Plaza de la Virreina en Gracia. Es un día de verano, son las 11:56 a.m. y la temperatura es de treinta y un grados centígrados. La gente ya salió de misa de once en Sant Joan Baptista. Algunos adultos mayores continúan conversando a un lado del templo, pienso que prefieren hacerlo ahí porque la escala del pasaje les permite quedarse conversando como si lo hicieran en el frente o el interior de sus casas.

Me siento en un banco de la plaza, volteando hacia el centro para observar lo que sucede. Hay diez bancas, de aproximadamente dos metros y medio de largo. Están dispuestas en pares, la mitad volteando hacia el centro de la plaza, las demás volteando hacia los edificios que la delimitan, a unos seis metros de distancia entre cada par. Por ahora, todas las bancas están ocupadas, especialmente las que voltean hacia el centro. Hay un señor que viene solo a leer el periódico, hay una pareja de adultos mayores que se sienta junto a mí a ver lo que sucede en la plaza, a abanicarse el calor y hacerse breves comentarios de vez en cuando. Hay también una señora con su madre, viendo jugar en la plaza a su hijo/nieto. Una pareja joven, en las bancas que voltean a los edificios, platica de largo y tendido sin preocuparse mucho por lo que sucede a su alrededor. Parece que han escogido este lugar por la comodidad y no por el espectáculo. Un niño muy pequeño juega en la fuente, supervisado por su padre; moja su chupón en el espejo de agua.

Joan Colom, 1957.

Un grupo de turistas jóvenes se para en el centro de la plaza. Parecen estar un poco perdidos, no saben a dónde apuntar sus insaciables cámaras del teléfono. Los señores que se sentaron junto a mí saludan a una mujer y su niña, parecen ser su hija y su nieta. De pronto, la conversación cambia del catalán al español. Tal vez no sea su hija, debe ser su nuera. En fin, no parece importarles el idioma en que se comunican, se ven contentos. Un niño de unos ocho años juega al bádminton con su madre en el centro de la plaza. En la banca de junto, un señor discute con su mujer mientras limpia el pañal de su bebé, que está en una carreola. Discute con la mujer, pero lo hace mientras le lanza sonrisas a su bebé. Otra pareja pasa por el centro de la plaza paseando con sus dos hijos, uno corriendo por todos lados, el otro sentado plácidamente en la carriola. Aprovechan la fuente para rellenar sus cantimploras. Todos toman un poco de agua y continúan tranquilamente con el paseo. Pienso que un paseo como ese sólo pueden hacerlo en días como hoy. Las mesas de las terrazas de los restaurantes están prácticamente llenas. Ya pasa de medio día, la gente sola o acompañada aprovecha para tomarse aquí un vermut o una caña. Por el centro de la plaza cruza un padre con su hijo en una carriola, pasea solo pero da zigzagueos, parece como si estuviera buscando la trayectoria más larga que se pueda lograr. Probablemente busque conciliar el sueño del bebé. Del otro lado de la plaza, junto a las mesas de la terraza, un músico lleva un par de minutos desplegando su equipo de sonido portátil, saca su guitarra, su amplificador adaptado a un carrito como de supermercado, despliega su base de micrófono, coloca el micrófono sobre la base, lo conecta al amplificador, hace un par de pruebas de sonido y se dispone a tocar. En el suelo ya está su sombrero de copa, sobre un pañuelo azul fosforescente, para que algún paseante o comensal le arroje una moneda. Empieza el show. Toca la guitarra eléctrica sobre una pista midi que reproduce desde su teléfono. Empieza con la reconocida canción Tequila de The Champs. Para este momento me pregunto si realmente era necesario el micrófono para una canción que solo canta “tequila” en tres ocasiones. Utiliza el micrófono para aventar un tímido “¡tequila!” cada vez que corresponde. Un niño que está en la terraza comienza a bailar al ritmo de la música. Termina la primera pieza y aprovecha para dar los buenos días y avisar que tocará “un poco de música instrumental”. No suena ni un aplauso. Inmediatamente después comienza con una versión rockeada del tema principal de El Padrino. En la banca de junto, donde el señor limpiaba el pañal a su bebé, ahora está una madre dando pecho. La pareja de adultos mayores que están a su espalda, en la banca que voltea hacia la plaza, voltean a verla y le sonríen con amabilidad y ternura. A pesar de que hace bastante calor, la gente luce tranquila y cómoda. Nadie parece tener prisa. Pienso que la sombra de los plátanos frondosos que hacen de calzada al templo amortiguan bastante el calor y permiten habitar la plaza con mayor placidez. El músico ambulante ya lleva cuatro canciones y hasta el momento no ha recibido ningún aplauso, sólo un par le han dejado algo en el sombrero. Sospecho que su falta de éxito tiene que ver más con la calidad del sonido que con su talento. El sonido rockero no suele llevarse bien con los sistemas de sonido pequeños y ambulantes, donde los sonidos agudos pronto se vuelven un dolor de cabeza y los graves no tienen la suficiente fuerza. En fin. Aprovechará su partida para pasar entre las mesas con su sombrero para recolectar alguna moneda de los comensales.

Observo que no hay un perfil específico de los paseantes. Muchos son jóvenes, otros mayores. Algunos van solos, en pareja o con amigos. Otros en familia, con niños o con perros. Hasta este momento, el vehículo que más recorre la plaza es la carriola. Un perro sin correa juega al frisbee. Una niña de unos tres años, en su bañador, juega en la fuente supervisada por su padre y su hermano. Los demás perros en la plaza miran impacientes al perro que juega libremente con el frisbee. Han pasado muy pocos autos por el carrer del´Or. El músico da las gracias, los buenos días nuevamente y se dispone a recoger su equipo.

Sigo paseando por Gràcia. En la mayoría de las plazas suceden escenas similares. Al parecer a la gente le gusta venir a pasar el día aquí.  Tomo una bici en Gran de Gràcia para continuar con el paseo. Bajaré hacia Sant Antoni, sin embargo, me toca hacerlo en sentido contrario por esta misma calle casi hasta llegar a Diagonal. No me cuesta mucho trabajo, fue un tramo corto y no pasó ni un solo coche, pero me extraña. Esta calle suele ser peatonal en días como hoy. Continúo bajando por Paseo de Gràcia, algunos paseantes caminan frente a los escaparates, otros pocos entran a las tiendas. Supe que recientemente modificaron el reglamento para que todas estos comercios puedan, en días como hoy, abrir durante todo el verano. Pienso que es cuestión de tiempo para que, sobre esta avenida, no se distingan el día de hoy entre los demás días de la semana. Por ahora, no mucha gente sabe que las tiendas están abiertas, por ello, hay menos gente, menos autos y menos motos. El movimiento, el ruido y la velocidad de la avenida son totalmente distintos. Tiene una sensación más apacible, más paseable.

Continúo bajando, paso frente a la casa Batlló. Me da la sensación de que aquí todos los días son iguales, desde hace muchos años. Me resulta un poco complicado pasar, esquivando turistas. Llego al cruce con Gran Vía y giro a la derecha para bajar al Mercado de Sant Antoni desde el skate park de Plaza Universitat. Llego un poco tarde al mercadillo más importante del día. Paseo durante algunos minutos, ojeando y hojeando libros. No busco alguno en específico, pienso que uno viene aquí esperando encontrar alguna joya perdida a un buen precio. El mercadillo cierra a las dos, sin embargo, los libreros empiezan a recoger desde antes. Para esa hora ya solo quedan algunas paradas. Tomo una bicicleta frente al mercado para ir hasta Las Ramblas, otro lugar donde los días se vuelven indistintos. Paso frente al mercado de La Boquería, que está cerrado. Algunos turistas con el teléfono en la mano tratan de corroborar que estén en el sitio tan recomendado y fotografiado que han visto en redes sociales. Parecen desconcertados: ¿cómo puede cerrar una atracción turística? Continúo mi camino. Paso por la Plaza Real. Solo queda un par de puestos del mercadillo de monedas, billetes y sellos que se pone aquí en días como hoy. No hay mucho movimiento, está bastante tranquilo.

Quedé con algunos amigos para pasar la tarde en la playa, sin embargo, ninguno quiere llegar antes de las cinco: por el sol y por la gente. En días como hoy la playa está abarrotada de personas desde La Barceloneta hasta Mar Bella porque para muchos es el mejor día para ir. Antes de llegar, aprovecho para visitar el parque de La Ciudadela. Aquí la gente se instala bajo los árboles, en cualquier sombra, para pasar el día. Muchos están sentados en el suelo, directamente sobre el pasto o sobre una manta. Llevan cualquier cosa para pasar el rato: juegos, instrumentos, comida o bebida. Algunos duermen –pienso que es el mejor día para dormir a esta hora sin sentir culpa–, otros juegan, platican o cantan. Está totalmente lleno. A muchos les gusta venir al parque a pasar días como hoy. También hay muchos que caminan, pasean o deambulan por el parque; pienso que tienen la sensación de pasear por el campo, de escapar brevemente de la ciudad.

Continúo mi paseo hasta llegar a la costa. La Barceloneta es la zona más concurrida. Conforme se avanza hacia el Levante, las playas van teniendo menos gente, menos turistas y más residentes. Hoy, hemos decidido pasar el día en Nova Icaria. Mientras cae la tarde, la gente abandona la playa para regresar a sus casas. Tal vez, si fuera ayer, se hubieran quedado más tiempo, pero hoy, quieren llegar temprano a casa para descansar y estar listos para mañana –aunque nunca se está realmente listo–. Y, aún cuando la ciudad es prácticamente la misma, realmente no lo es. La ciudad se transforma junto con la vida de las personas. Estamos tan acostumbrados a, en días como hoy, vivir distinto, habitar distinto, pasear distinto. Por lo tanto, nuestra manera de experimentarla la transforma.

Y a ti, estimado lector, probablemente no te haga falta revisar el calendario o echar un vistazo por la ventana para descubrir que hoy es domingo.

1 Josep Pla, Diumenge, Diario La Publicitat, 15 de noviembre de 1925.

Este texto es la introducción de mi Trabajo de fin de Máster titulado La ciudad y el domingo, dirigido por Xavier Monteys y Juliana Arboleda, presentado en la ETSAB en octubre de 2022.