Miguel Zúñiga

El paseo como actitud y experiencia

Miguel Zúñiga
19 – marzo – 2023

Pasear me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo (…).
Sin pasear, estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada.

Robert Walser
El paseo

Pasear es otro modo de habitar que –en este sentido– no tiene que ver con una permanencia o inmovilidad sino con una manera de estar en el mundo, donde el afuera se convierte en un envoltorio del ser1 y donde la capacidad de habitar está determinada por nuestra posibilidad de establecer relaciones y vínculos con el lugar incluso cuando estamos en movimiento, sin necesidad de mantenernos estáticos.

Nuestra principal forma de movernos es caminar, dar pasos: pasear; sin embargo, no se trata únicamente de estar en movimiento o de desplazarse de un punto a otro. Pasear tiene implícito un gozo y una lentitud. No se trata de una acción en particular sino de una actitud ante el mundo. Es la disposición de caminar, impregnados de calma, tranquilidad y sosiego. Es, además, recorrer el entorno con una actitud sensible y con capacidad de asombro. El paseo, en este sentido, debería ser con mirada de niño, con la virtud de saber observar y maravillarse con todo lo que se encuentra a nuestro alrededor.

Quien pasea está en un proceso de desplazamiento, sin embargo, la intención principal no es llegar de un punto a otro sino la propia experiencia del paseo. Para David Le Breton pasear “es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena”.2 “Caminar es una experiencia sensorial total que no escapa a ninguno de los sentidos”.3 De esta manera, el paseo es una experiencia profundamente sensorial donde el placer radica en aquello que se puede observar, sentir, oír, tocar y hasta comer. Además, en el paseo lo contingente no es –por lo general– obstáculo o molestia sino estímulo de la experiencia.

La experiencia del paseo es una experiencia fenomenológica, en el sentido de que la actitud fenomenológica es la del espectador desinteresado por una teoría o una explicación sobre las cosas,4 empeñado más bien en ser testigo de los fenómenos mismos sin presuposiciones. Por lo tanto, el clima, los olores, sabores, texturas, luces, sombras y un sinfín de fenómenos configuran la experiencia misma del paseo, haciendo que su cantidad, variedad y diversidad sean parte fundamental de la riqueza de dicha experiencia.

En un entorno rural, el paseo nos convierte en peregrinos, como lo fueron San Ignacio de Loyola, caminando solo y a pie en búsqueda y encuentro de la experiencia espiritual; o Thoreau, que dedicaba por lo menos cuatro horas diarias al paseo por el campo para mantener la salud y el ánimo. En el campo y en la naturaleza se está expuesto a experiencias muy enriquecedoras, allí somos testigos de un entorno tan ajeno como sorprendente, donde todo resulta un enigma y donde somos testigos de nuestra insignificancia ante la inmensidad del mundo. En cambio, los paseos urbanos nos convierten en paseantes, en flâneurs,5 caminantes urbanos que pasean con la intención de ensayarse, escribirse y construirse en la ciudad,6 es decir, dejarse interpelar por los fenómenos que aquí suceden. “Sólo aquel que sabe «flanear» será luego capaz, cuando lo vuelva a atrapar el célebre ritmo y se desplace otra vez raudo, firme y con determinación, de disfrutar y entender nuestro tiempo”.7 Por lo tanto, la mirada del flâneur es fundamental para comprender la ciudad: “aprender a ver la ciudad es aprender a pensarla”.8

Pasear en nuestras ciudades contemporáneas podría considerarse una acción de resistencia, pues como sostiene Pierre Sansot, “la lentitud aparecerá como el último de los valores arcaicos porque, en todos los campos donde se ejerza el genio humano, será lógico, antes que nada, que se reaccione, que se informe, que se vea, que se programe cada vez más deprisa”.9 Sin embargo, “no se puede erigir la lentitud como una virtud preferible por sí misma. Conviene, probablemente, alternar los ritmos y las apropiaciones”.10 Por ello, conviene pensar en la lentitud, en la experiencia humana y en las ciudades, como un fenómeno aliado, que nos aproxima a espacios más humanos, sensibles y habitables. La intención no es la de estropear o despreciar los medios de transporte sino en ser conscientes de la velocidad a la que somos sometidos y ser capaces de tomar un respiro para que no se atrofie nuestra experiencia de la ciudad, pues como expone Karel Kosík, “en el presuroso transporte y la acumulación de cosas y personas, la ciudad pierde la proximidad y la intimidad, su atmósfera está cada vez más determinada por la enajenación y la indiferencia, sin magia ni misterio”.11

El paseo no es una experiencia vinculada a la eficacia o a los resultados prácticos, en cambio, está relacionado con el descanso y el ocio. Para Franz Hessel “el paseo no es ni provechoso ni higiénico. Cuando se hace bien, se hace sólo por el mero hecho de pasear; es un júbilo desbordante, como lo es también –según Goethe– componer versos”.12 Por esta razón, el domingo se manifiesta como el día idóneo para el paseo. La pausa laboral se traduce en un descanso propicio para recorrer la ciudad sin prisas y con libertad. Es el día de la inutilidad, donde tiene cabida la pausa de la producción, el cese de la eficacia. Los domingos la actitud de las personas ante la vida se transforma drásticamente. Muchas veces con cualidades vinculadas al paseo como la tranquilidad, la paz y el sosiego, en otras ocasiones con nostalgia, aburrimiento o tristeza. También, a través del placer de la pausa, de la lentitud o del silencio, para leer, disfrutar, soñar, escribir o tocar. La disposición de las personas es totalmente diferente al resto de la semana: la lentitud reemplaza a la prisa, la voluntad a la obligación y –con algo de suerte– las personas son capaces de llevar su mirada más allá de sus pasos, sus pantallas y su reloj.

Pasear es incluir la actitud del flâneur en nuestra vida cotidiana; andar, vagar, deambular, recorrer la ciudad sobre nuestro propio cuerpo, llevando la mirada a sitios por los que generalmente no pasa: admirar la fachada de los edificios, su relieve, su textura, sus colores, sus formas. Dedicar tiempo a pensar qué nos gusta de lo que vemos o percibimos, cuál es nuestra opinión, por qué la ciudad es como es; o simplemente, disfrutar de las pequeñas cosas: ver a la gente pasear, a los pájaros volar, escuchar el viento sobre las hojas, contar objetos, distinguir patrones de comportamiento, saludar a los paseantes. Pasear es recorrer el espacio de la ciudad y observar su interacción con la vida. Pasear es también callejear. Para el filósofo Pierre Sansot “callejear no es detener el tiempo sino adaptarse a él sin que nos atropelle. Implica disponibilidad y en resumidas cuentas no querer apresar el mundo”.13 Por eso “los hombres con prisa no callejean. Según ellos, no tienen tiempo que perder, y sobre todo, su realización con la ciudad se los impide”.14 Por esta razón, pasear y callejear, aunque no son exclusivos del domingo, son parte importante del día en que nos permitimos dejar de ser productivos y eficientes en nuestras acciones. Pasear es dejarnos guiar por nuestros pasos y por el paisaje.15

El paseo es, además, una forma de conocer y reconocer aquello que encontramos en el camino. Cuando caminamos por la ciudad es fácil detenerse para observar con detenimiento algo que nos ha llamado la atención o alargar el recorrido y la plática que lo acompaña. Por eso, es importante considerar que el paseo –idealmente– tiene que estar acompañado de una total libertad, sin condicionantes espaciales o temporales, porque sólo así será posible disfrutar del recorrido con plenitud. Tenemos que caminar a nuestro propio ritmo, sin sentir prisa. Por eso, es imposible considerar que está paseando quien camina rápido para llegar a tiempo a cualquier lugar o con el tiempo cronometrado, como el famoso fussgang de Kant, el cotidiano paseo del filósofo por su ciudad Königsberg.16 Karl Gottlob Schelle sostiene que “al pasear a pie somos totalmente libres para contemplar a voluntad todos los elementos que nos rodean con la más absoluta tranquilidad de ánimo”.17 Eso incluye, en un entorno urbano, todos sus elementos: fachadas, calles, plazas, fuentes, parques, jardines; y desde luego, la vida que lo habita: árboles, plantas, aves, perros, personas. A través del paseo podemos observar la interacción y la vida de las ciudades, podemos asombrarnos de su complejidad y entender su configuración y comportamiento.

Patricia Gabancho expone en su libro Caminar Barcelona, que el universo catalán tiene en su vocabulario dos verbos intransferibles que explican, en mayor o menor medida, la actitud del flâneur. Badar y ramblejar. Badar como disposición del ánimo, abriendo la mente para captar el entorno. Ramblejar, en cambio, como la experiencia propia de caminar por las ramblas de las ciudades catalanas: “En la rambla lo que cuenta es la gente, aquellos que te encontrarás (…), ramblejar implica continuidad, reiteración, arraigo”.18 Además, propone –como ejercicio– modificar el itinerario matutino durante el desplazamiento al trabajo para pasear por la ciudad, aunque se tenga que salir algunos minutos antes de casa. Asegura que es posible pasear incluso en nuestros trayectos cotidianos, cuando vamos al trabajo o a la escuela, cuando nos dirigimos a un sitio en particular. Sin embargo, la velocidad de la vida entre semana hace que un ejercicio de este tipo sea sumamente complicado, donde la mayoría de las personas estamos condicionados por la prisa, los tiempos y la puntualidad. Al respecto, Eugène Ionesco incluyó en una conferencia leída en 1961 una descripción del caminante urbano que sigue coincidiendo con nuestra forma de desplazarnos por las ciudades:

Mirad las personas que corren afanosas por las calles. No miran ni a derecha ni a izquierda, con gesto preocupado, los ojos fijos en el suelo como los perros. Se lanzan hacia adelante, sin mirar ante sí, pues recorren maquinalmente el trayecto, conocido de antemano. En todas las grandes ciudades del mundo es lo mismo. El hombre moderno, universal, es el hombre apurado, no tiene tiempo, es prisionero de la necesidad, no comprende que algo pueda no ser útil; no comprende tampoco que, en el fondo, lo útil puede ser un peso inútil, agobiante.19

La actitud contemplativa ante el mundo tiene sentido cuando se realiza en la naturaleza, frente a paisajes. Sin embargo, esta actitud contrasta cuando sucede en la ciudad, pues, aunque podemos ser observadores, siempre somos actores dentro del escenario urbano.  Nuestra presencia no es únicamente reflexiva sino también de acción. Cuando se hace en soledad, el paseo es también una oportunidad para encontrarse con uno mismo, para deambular por las ciudades mientras se medita, se reflexiona o se contempla. “Pensadores como Rousseau o Nietzsche decían que no podían reflexionar si no estaban en movimiento, caminando, en largas marchas que les permitían mirar hacia adentro. Nosotros, en el paseo urbano, hacemos lo contrario: miramos hacia afuera, intentamos leer la ciudad, desentrañar esta formidable creación humana a través de sus signos, personas y piedras”.20 Pasear es también un ejercicio de introspección y autoconocimiento. Podríamos considerar que el paseo, como la poesía, no es una necesidad del cuerpo sino del alma. Enriquece nuestra experiencia humana en y con la ciudad.

Paseos, como el que da inicio a este trabajo*, configuran la experiencia propia de la ciudad. “Pasear a pie es la forma más natural del paseo, porque depende en todo de nosotros mismos”.22 Quien solo ha experimentado la ciudad sobre una máquina de transporte y a través de cristales, tendrá una noción sesgada y limitada de la ciudad. Aquí entra a colación una frase de Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, “a las ciudades se las conoce, como a las personas, en el andar”.22 Sólo a través de la experiencia de a pie podremos incluso observar –con detenimiento– sitios por los que transitamos diariamente. Por lo tanto, no debe ser un paseo como el de Un hombre que duerme de Perec, que sale a caminar por la ciudad pero observa y no ve, ve y no observa23, vagando de forma automática, sin capacidad de asombro; sino que debe ser un andar que se asemeje a la figura del flâneur Baudeleriano o al paseante de Robert Walser, atento a la experiencia y al escenario que está a su alrededor, con una mirada suave pero atenta al mundo que le rodea. “Mucha gente piensa que el paseo sirve para disipar la niebla del aburrimiento, ese espacio de atmósfera que puede adueñarse de nuestra vida interior. Pero no es necesariamente así: el paseo sirve para internarse en esa niebla con indiferencia, sirve para asumir un tiempo sin objetivos, para estirar un tiempo sin medida y para habitar un espacio sin lugares concretos”.24

Pasear es también acompañar y ser acompañado en el camino. Aunque para autores como Thoreau el paseo debe realizarse siempre en soledad para ser provechoso, con frecuencia los paseos por la ciudad se realizan en compañía. De esta manera, aunque el objetivo primordial del paseo no sea el reconocimiento de la ciudad, sigue formando parte del fenómeno del paseo como integrador social y como resistencia ante la velocidad de las ciudades.

Así, el paseo transforma a las personas pero también transforma la ciudad. Cuando los habitantes tienen la oportunidad de pasear, las tardes después del trabajo o los fines de semana, especialmente el domingo, la ciudad se llena de paseantes urbanos que, solos o acompañados, con perro o sin perro, ocupan los espacios públicos y, al ocuparlos, los domestican, los hacen suyos. Caminar, en este sentido, es otra forma de resistencia25 ante la experiencia despersonalizante de la ciudad que provocan los medios de transporte, principalmente los automóviles. El ambiente urbano, con menos presencia de automóviles y motocicletas, mejora drásticamente. Así, los domingos se convierten en el día ideal para soñar una ciudad donde los paseantes son los principales ocupantes de la calle.

Es importante añadir que de ninguna manera se trata de presentar el paseo como una respuesta simple y llana de nuestra forma de experimentar la vida o la ciudad. Por el contrario, el interés es profundizar y complejizar la propuesta del paseo como una alternativa a la inmediatez y a la velocidad imparable de las ciudades contemporáneas. Por lo tanto, no se trata de convertir el paseo en un “producto del mercado de la felicidad, o en una receta prescrita por los éticos del saber vivir”.26 No hay una fórmula ni una receta para el paseo. La intención no es delimitar lo que debe o no debe ser la experiencia de pasear sino por el contrario, ampliar la comprensión y la conciencia del paseo como fenómeno urbano y como experiencia humana.

1 Pierre Sansot, Del buen uso de la lentitud, Tusquets Editores, Barcelona, 1999, p. 165.
2 David Le Breton, Elogio del caminar, Siruela, Madrid, 2022, p. 7.
3 Ibid, p. 20.
4 Joaquín Xirau, La filosofía de Husserl. Una introducción a la fenomenología, Losada, Buenos Aires, 1941, p. 41.
5 La figura del caminante urbano que Baudelaire perfiló en su obra y que está considerado en la literatura como el primer paseante urbano.
6 Anna María Iglesia, El flâneur, historia de una conciencia crítica, El Español, 22-06-2018.
7 Franz Hessel, “Sobre el difícil arte de pasear” en La eternidad por un día, Acantilado, Barcelona, 2016, p. 383.
8 Patricia Gabancho, Caminar Barcelona: 21 passejades singulars per aprendre a mirar la ciutat, Editorial Columna, Barcelona, 2016, p. 7.
9 Pierre Sansot, Del buen uso de la lentitud, p. 30.
10 Ibid, p. 129.
11 Karel Kosík, “La ciudad y la arquitectónica del mundo” en Reflexiones antidiluvianas, Editorial ITACA, Ciudad de México, 2012, p. 65.
12 Franz Hessel, “Sobre el difícil arte de pasear”, p. 382.
13 Pierre Sansot, Del buen uso de la lentitud, p. 34.
14  Ibid, p. 36.
15 Ibid, p. 13.
16 George Steiner, La idea de Europa, Siruela, Madrid, 2005, p. 28.
17 Karl Gottlob Schelle, El arte de pasear, p. 71.
18 Patricia Gabancho, Caminar Barcelona, p. 172.
19 Eugène Ionesco, Comunicación para una reunión de escritores franceses y alemanes (1961), Losada, Buenos Aires, 1965, p. 122.
20 Patricia Gabancho, Caminar Barcelona, p. 108.
21 Karl Gottlob Schelle, El arte de pasear, p. 71.
22 Robert Musil, El hombre sin atributos, Austral, Barcelona, 2021.
23 Georges Perec, Un hombre que duerme, Impedimenta, Madrid, 2021, p. 51.
24 Ramón del Castillo, Filósofos de paseo, Turner, Madrid, 2020, p. 13.
25 David Le Breton, Elogio del caminar, p. 9.
26 Ramón del Castillo, Filósofos de paseo, p. 11.

*Este texto es parte de mi Trabajo de fin de Máster titulado La ciudad y el domingo, dirigido por Xavier Monteys y Juliana Arboleda, y presentado en la ETSAB en octubre de 2022.